Por José Carlos Rueda.
En Derecho, tanto la acción como la omisión tienen efectos jurídicos. Un no hacer puede tener los mismos efectos (incluso más) que la interposición de cualquier recurso.
Ejemplo de ello es el silencio administrativo (véase las múltiples manifestaciones en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, vgr. artículos 24, 25, 30, 53 y 122), figura jurídica que dota de significado jurídico la inacción de la Administración que puede tener un significado tanto denegatorio (en la mayoría de las veces) como estimatorio. Otro ejemplo es la prescripción extintiva de plazos de ejercicios de acciones, o cuando se causa estado con resoluciones administrativas.
La causación de estado (“causar estado”) implica la reafirmación de una resolución, que se vuelve inamovible, bien por haber transcurrido el tiempo estipulado para su impugnación o por las características mismas del acto.
Es un concepto que guarda íntima relación con el principio de cosa juzgada (res iudicata, artículo 9.3 de la Constitución Española) que se proyecta en términos tales como la imposibilidad procesal de interponer nuevas reclamaciones sobre lo mismo [cosa juzgada formal] y la inatacabilidad de un resultado procesal [cosa juzgada material]. En el plano administrativo, si bien tiene diferencias sustanciales con el jurisdiccional, este principio está plenamente vigente y rige en todo el procedimiento. Un mismo asunto no pueda ser recurrido indefinidamente hasta que la Administración dé una respuesta acorde con lo que quiere el recurrente.
Por múltiples razones, pero especialmente por la seguridad jurídica (también denominada “certeza del derecho”, que impide que existan procedimientos abiertos indefinidamente sobre el mismo objeto y con identidad de sujetos) los procedimientos administrativos (y judiciales) se someten a unos formalismos que tienen unos efectos inmediatos y tajantes, tanto si somos la Administración como un administrado.
Las relaciones entre el ciudadano y la Administración se rige por la denominada doctrina de los actos propios (íntimamente relacionada con el principio de confianza legítima), que resulta de creación jurisprudencial y que, a grandes rasgos, evoca que la acción o dejación del administrado (también de la Administración) tiene determinados efectos que se proyectan en el plano jurídico. De esta forma, cualquier actuacion resulta fijada en el tiempo y es consecuente con su contenido, lo que tiene una evidente proyección hacia el futuro y provoca que no se pueda recurrir algo que nosotros mismos hemos consentido.
Cuando decimos algo a la Administración debemos ser muy consecuentes, dado que las futuras reclamaciones que se hagan van a tener en cuenta lo alegado. Imaginemos que recurrimos una multa diciendo que aparcamos en un sitio donde no había prohibición de aparcar, y tras ser desestimada nuestra petición, decimos que no eramos nosotros quienes conducíamos el coche. La segunda vez tendríamos una negativa tajante de la Administración: no podemos cambiar nuestros alegatos a conveniencia, ni ir en contra de lo que nosotros mismos hemos defendido.
La doctrina de los actos propios, en palabras del Tribunal Supremo,
“…significa la vinculación del autor de una declaración de voluntad generalmente de carácter tácito al sentido objetivo de la misma y la imposibilidad de adoptar después un comportamiento contradictorio, lo que encuentra su fundamento último en la protección que objetivamente requiere la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno y la regla de la buena fe que impone el deber de coherencia en el comportamiento y limita por ello el ejercicio de los derechos objetivos” (STC Sala 5ª 5-1-1999; con doctrina proveniente de la STC 21-4-1998 73/1988).»
Esta doctrina viene a decir que existiendo la oportunidad de recurrir en un procedimiento reglado sujeto a limitaciones formales (tales como recurrir en plazo, invocar los preceptos adecuados, los argumentos relacionados con el caso, etc.) y transcurrido el plazo sin decir nada al respecto, el principio de preclusión procesal (tan íntimamente también relacionado) provoca la firmeza de las resoluciones que no han sido atacadas y, por tanto, devienen firmes e irrecurribles.
La preclusión es el efecto que produce el transcurso de los plazos que prevén las leyes procesales para la realización de determinadas actuaciones, traduciéndose en la imposibilidad posterior de realizar el acto procesal omitido. Se traduce en una pérdida de oportunidad.
El procedimiento está constituido por varias fases, y la inactividad del administrado no es motivo para que el procedimiento se discontinúe, ni es posible retrotraernos al momento anterior (salvo barbarie jurídica por parte de la Administración). Dicho principio queda recogido en el artículo 136 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, pero a su vez es un principio general del derecho con proyección en todas las ramas del ordenamiento jurídico.
Dejar pasar un plazo para recurrir un acto administrativo provoca la firmeza del mismo y su irrecurribilidad. El artículo 134 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (que aclaramos, es de aplicación supletoria) establece igualmente el principio general de improrrogabilidad de los plazos, que impone la obligación inamovible de recurrir en el plazo establecido y no en otro (salvo fuerza mayor).
“…transcurrido el plazo o pasado el término señalado para la realización de un acto procesal de parte se producirá la preclusión y se perderá la oportunidad de realizar el acto del que se trate…” (Art. 136 LEC).
“El automatismo de los plazos es una necesidad para la recta tramitación de los procesos, siendo de señalar que todos los términos procesales lo son de caducidad y no de prescripción y cuyo carácter preclusivo está informado por la naturaleza propia del ordenamiento procesal, que en aras del orden público de que es fiel reflejo, ha de garantizar la seguridad jurídica” (STS 14-10-2004, RC 3634/1996).
“…la parte debe efectuar el acto procesal en el término establecido, siendo la consecuencia de su inobservancia la pérdida de la ocasión de realizar la actividad procesal a que afecte…” (AATS 12-2-2013 1364/2013, 28-1-2014 377/2014).
En el ámbito contencioso-administrativo, la preclusión no opera automáticamente, dado que el órgano judicial debe declararla primero y luego notificarla, pudiendo llevar a cabo la actuación omitida el mismo día que se le notifique dicha preclusión, con la excepción de que se trate de recursos (vid. 128 LJCA). Una forma de manifestación en vía administrativa de esta preclusión ocurre cuando se causa estado.
La causación de estado (concepto administrativo que, como se comprobará, tiene completa coherencia con los principios generales del derecho anteriormente anlizados) está expresamente recogida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo (a título ejemplificativo, SSTS 21-1-10, 20-7-2007, 6-5-2009 y 16-4-2007) y establece que esa pérdida de oportunidad impiden la reclamación posterior.
“…se deniega la extensión de efectos porque la resolución había causado estado en vía administrativa, lo que puede ocurrir o bien porque de inicio no la recurrió o porque habiendo recurrido en vía administrativa con posterioridad no promovió recurso contencioso- administrativo, por lo que ha de desestimarse el incidente…”
Nuestro Tribunal Constitucional se ha pronunciado en este sentido en numerosas ocasiones. Las normas que rigen la preclusión son de carácter imperativo y de orden público, característico de los preceptos procesales, y deben ser aplicados rectamente (STC 202/1988 31-10-88) dado que los requisitos procesales no se encuentran sometidos al arbitrio de las partes (STC 104/1989 8-6-89, 1/1989 16-1-89).